La Piedra de Batustes
Cada piedra
era recogida con ahínco y cuidado por el viejo ecólogo de ojos felices, soñaba
cuando por fin sería reconocido por la comunidad del pequeño pueblo; un pueblo
alejado de las ciudades en el cual abundaban las yerbas y coles, así como las
larvas y babosas. Imaginaba
constantemente cuando sus hermosas piedras fueran vistas como grandes hallazgos para el mundo.
Absorto en sus pensamientos escuchó un silbido, agachó el cuerpo para poder
divisar por la ventana el enorme coche azul que estaba detenido en su puerta.
Al ver que no podía identificar el auto se incorporó y con pasos lentos llegó
al enorme objeto. Sus ojos no podían creerlo; sentado dentro, había un extraño
ser. Este no articulaba, ni gesticulaba nada, su cuerpo estaba inmóvil; sólo
sus ojos eran volcados directamente al anciano. El auto estaba encendido, sin
embargo no había nadie en el asiento delantero. El viejo estaba tan estupefacto
como admirado, era lo que había esperado toda su vida. Un temor galopante le
recorría las venas, el corazón le latía a prisa y exhalaba sudor por los poros,
sin embrago no hizo ningún gesto. En segundos decidió acercarse más a la
criatura; la cual se quedó apacible a esperas del viejo. Con pasos lentos se
detuvo frente a la ventana. Pudo divisar los ojos del extraño; unos ojos
completamente naranjas los cuales se degradaban en claro al enfocar la vista.
El ser estiro su delicado e incoloro brazo hasta llegar al viejo.; el cual
extendió su mano temblorosa, y fue allí mismo donde le fué entregada la
preciada piedra de Batustes; la piedra que cambiaría al mundo.